sábado, 22 de março de 2008

El destierro, un mal muy argentino



Desde que los exiliados conquistadores españoles llegaron a nuestro territorio, el signo de sangre de la historia, reflejado por la literatura, ha sido el destierro de los mejores, y también de los peores. La última dictadura no hizo más que agudizar la fuerte percepción de este destino.



Por: Noé Jitrik


En su extraordinaria novela Zama, escrita entre 1955 y 1958, Antonio di Benedetto pone en escena los términos del asunto del exilio que, por cierto, subyace desde los comienzos de este territorio, todavía no país. Su personaje padece el exilio, no entiende muy bien qué hace en tierra ajena ni qué culpas debe pagar y lo que le ocurre son las múltiples situaciones que experiencias directas posteriores pusieron muy en evidencia.De aquí se desprenden varias cuestiones; una histórica ante todo: el exilio comienza con la Conquista; algunos llamados "conquistadores", fundadores de ciudades o simples e ilusos soldados de fortuna, se decidieron a tamañas empresas porque, por una razón u otra, la Inquisición, la miseria, el desamparo, no podían seguir viviendo en España; se encontraron con quienes no habiendo sido antes exiliados –los indígenas– lo fueron después de la llegada de esos enérgicos visitantes que, por cierto, se quedaron para siempre y su exilio se convirtió en otra cosa, en el mejor de los casos en una nostalgia por una tierra perdida que ni siquiera había sido del todo propia.La otra es la experiencia del exilio, o sea lo que se vive en esa situación: por todo lo que le pasa, Don Diego de Zama es un excelente ejemplo, corroborado muchas veces por testimonios, muy elocuentes, incluso dramáticos y desgarradores, o por anécdotas reveladoras que se han abierto paso en la historia de la literatura argentina: "En Chile y de a pié" confiesa, en el colmo de su desazón, el Chacho Peñaloza; veo pasar por la calle Florida a Ramón Gómez de la Serna y bien puedo imaginar su invariable extrañeza, que le daba o no para alguna greguería; me pongo en la piel de Aníbal Ponce instantes antes de morir en México, lo raro que le debe haber parecido estar fuera de sus pagos en ese momento tan definitivo, y me estremezco.Esas anécdotas dan una idea, al menos, de cómo pueden personas notables, escritores, políticos, intelectuales -aunque el sentido que tienen puede extenderse a los simples mortales- haber vivido el exilio, en sus diferentes momentos.Consignemos, en primer lugar, el originado en desplazamiento impuesto, como es el caso de los miembros de la fecunda "Generación de Mayo", huyendo de Rosas –Echeverría, Mármol, Mitre, Cané, Sarmiento–, Rosas mismo luego, su devota Manuelita y unos que otros seguidores; los inmigrantes expulsados por la siniestra "Ley de Residencia" a principios del siglo XX y hasta 1950, o el de los que tuvieron que emigrar durante el peronismo –Raimundo Lida, Amado Alonso, Niní Marshall, Ulises Petit de Murat, entre otros–; el de los que tuvieron que irse cuando cayó el peronismo, como José María Fernández Unsain y el propio Perón, también escritor sans le savoir, y unos cuantos más; quienes se fueron cuando el "onganiato" hizo difícil la vida en el país, después de la noche de los "bastones largos" –cientos de universitarios y de intelectuales, Rolando García, Emilia Ferreiro, Manuel Sadoski–; los que emigraron salvando la vida durante el lópezreguismo, como Rodolfo Puiggrós, Pedro Orgambide, Esteban Righi, Ricardo Obregón Cano, Héctor Sandler y algunos más; los que escaparon de la peor dictadura que sufrió el país, desde 1976 al '83: Daniel Moyano, Augusto Roa Bastos, Tomás Eloy Martínez, David Viñas, Antonio di Benedetto, Osvaldo Bayer, Osvaldo Soriano, Juan Martini, Juan Gelman. La lista, en cada caso, es interminable e indica, siempre, un fondo de frustración y un sentimiento de pérdida, fueran cuales hayan sido las razones para irse del país en cada caso, compromiso militante, mera personalidad castigable desde el punto de vista de la dictadura, las razones son tantas como situaciones individuales.Pero, en segundo lugar, no se puede ignorar que hubo tradicionalmente exilios elegidos, de Manuel Ugarte a principio de siglo XX, de Julio Cortázar, de Daniel Devoto, de Rodolfo Wilcock, de César Fernández Moreno, de Juan José Saer, de Manuel Puig décadas después, y de muchos más, la nuevas camadas que escriben en Europa (Clara Obligado, Andrés Neumann) que algo tuvieron que ver con la formación del cuerpo llamado literatura argentina, precedidos, desde luego, por algunos que hicieron historia, como Mariano Moreno, a quien el exilio se le acabó apenas había comenzado, San Martín, que si bien no era escritor, su mito abrió ríos de tinta, o Alberdi, que escribió infatigablemente y cuyos escritos tal vez no incidieron en la literatura –Sarmiento se lo llevaba todo– sí lo hicieron en la conciencia nacional.Por ahí lo que los motivó para irse a unos y otros fue un estado de ánimo adverso, una disconformidad corrosiva frente a lo que el país les ofrecía, una crisis de identidad, un sentimiento de limitación del ambiente.Un país menos duro En este rubro hay que incluir -situación lateral respecto del tema central que es la literatura- los que emigraron por razones económicas en todos los tiempos; notable fue el éxodo producido luego de la crisis del 2002, en apariencia –no me consta– ya revertido; con todo y crisis, el país es menos duro ahora que el sueño español, italiano, brasileño o mexicano de entonces. Pero no es mi asunto: ¿puedo ocuparme del exilio de los que se llevaron las fábricas al Brasil porque aquí no había garantías para seguir produciendo? En realidad, expulsados o voluntarios, me refiero sólo a escritores e intelectuales, formaron una masa que generó la idea de que la literatura argentina estaba también afuera, acaso siempre lo había estado y, por lo tanto, que la definición del adentro como su recinto exclusivo bien podría cuestionarse.La cárcel interior Pero, para sortear una discusión espinosa, llena de culpabilizaciones recíprocas, no se puede ni debe dejar de lado lo que se ha llamado el "exilio interno", que puede ser de dos tipos: el que se vive en un país asediado, controlado, reducido, dictadura por ejemplo, ya sea del poder ya de los medios, editoriales incluidas –la mala o nula lectura de una obra es motivo suficiente para una suerte de encarcelamiento en plena libertad– que obliga al silencio decente o a la entrega cínica, lo que en otro lugar yo había llamado "corrupción de la escritura", y el descrito como radical e intransferible por Kafka, inherente a toda escritura auténtica y de la que siempre hubo manifestaciones valiosas y cuyos efectos se sintieron en la literatura nacional. Macedonio Fernández encarna perfectamente esta figura, pero, ¿no podría ser también Borges un ejemplo de exilio interior? ¿Por qué no? Aunque haya quienes lo dudan a causa del enorme reconocimiento que ha tenido su obra, o no lo ven desde este ángulo, bien podría entenderse que toda revolución literaria se hace en un adentro al que no le queda mal la etiqueta del exilio.De modo que, en resumen, el dilema adentro-afuera no es tal o no es revelador, es meramente topográfico, no ameritaría ahora un enclaustramiento como el que hizo Ricardo Rojas cuando concibió la idea de "Los Proscriptos" y, en cambio, solicitaría un análisis de la relación entre lo que se hacía afuera con lo que se hacía adentro de modo que en todo caso podría aplicarse la reflexión kafkiana, todo escritor es un exiliado, séalo físicamente o no, lo cual, desde el punto de vista de la literatura, finalmente no importa, importa el cambio que una obra produce, la luz que arroja sobre una cultura.James Joyce fue un exiliado y lo que escribió alteró los códigos literarios de todo Occidente y no hay quien lo dude.Otra cuestión, no menos atrayente, reside en los escritores propiamente dichos como personas concretas y particulares: cómo imaginaron el exilio en algunos casos y cómo lo contaron -el Di Benedetto que percibió con enorme agudeza este asunto no escribió Zama desde el exilio, a menos que se crea que haber vivido en Mendoza era estar exiliado: no podía imaginar que unos años después pasaría físicamente por esa situación, cárcel incomprensible primero, exilio lacerante después, regreso no menos doloroso, o lo exaltaron poéticamente o lo lloraron y, en otros casos, cómo lo vivieron y qué produjo el exilio en sus imaginarios, en su acción literaria y en los efectos que todo ello pudo tener en el cuerpo central de la literatura argentina.De ello hay manifestaciones se diría que de tres tipos: el primero, las cartas, una red difícil de reconstituir, salvo en el caso célebre de un exiliado de prestigio como fue Perón; los testimonios, orales o escritos, que se constituyeron en vehículos de la experiencia pero sin alcanzar un nivel literario; por fin, los textos literarios que, retomando la experiencia del exilio, generaron poemas (Juan Gelman), novelas (Miguel Bonasso, Mempo Giardinelli), relatos (Raúl Dorra). En este punto vale la pena también señalar un matiz: muchos escritores maduros se exiliaron y escribieron como pudieron, otros comenzaron a escribir allí (Luis Bruchstein, Marcelino Cereijido), condicionados acaso por la situación, descubriendo sin duda en la situación una posibilidad de elaborarla y elaborarse, o de descubrirse simplemente, de la misma manera que otros se hicieron psicoanalistas o periodistas o sociólogos.¿Cómo influyó el exilio? Lo cual nos conduce a otro aspecto de tan complejo tema, si lo que se produjo en situación de exilio, externo o interno gravitó sobre el conjunto de la literatura argentina, si lo modificó o no, si logró acompasar los procesos de escritura con las exigencias de una actualidad. Si bien está relativamente establecido para épocas pasadas, el romanticismo sobre todo, es difícil decirlo para las experiencias más recientes: la masa de textos que asedian toda posibilidad de lectura, más lo arbitrario de las valoraciones en curso y, además, el vertiginoso ritmo de la circulación de imágenes en el que estamos envueltos, dificultan, si no impiden, establecer con alguna precisión, sea cual fuere el criterio a aplicar, un cuadro convincente de relaciones y de interacciones.Por ahora, creo, basta con poner sobre la mesa el tema y suscitar, acaso, con suerte, su completamiento por protagonistas y testigos calificados, esos perspicaces críticos que señalarán lo que falta y lo que sobra en la precaria exposición que me he atrevido a hacer.



Noé Jitrik (1928) es ensayista y crítico literario, además de poeta y narrador. Entre 1974 y 1987 vivió en México. Fue profesor universitario allí y en la Argentina es investigador y director del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la UBA y dirige la monumental obra Historia Critica de la Literatura Argentina, en doce volúmenes, de los que ya se publicaron ocho.

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