domingo, 21 de setembro de 2008

Ariel


A la concepción de la vida racional que se funda en el libre y armonioso desenvolvimiento de nuestra naturaleza e incluye, por lo tanto, entre sus fines esenciales, el que se satisface con la contemplación sentida de lo hermoso, se opone —como norma de conducta humana— la concepción utilitaria, por lo cual nuestra actividad, toda entera, se orienta en relación a la inmediata finalidad del interés.
La inculpación de utilitarismo estrecho que suele dirigirse al espíritu de nuestro siglo, en nombre del ideal, y con rigores de anatema, se funda, en parte, sobre el desconocimiento de que sus titánicos esfuerzos por la subordinación de las fuerzas de la naturaleza a la voluntad humana y por la extensión del bienestar material, son un trabajo necesario que preparará, como el laborioso enriquecimiento de una tierra agotada, la florescencia de idealismos futuros. La transitoria predominancia de esa función de utilidad que ha absorbido a la vida agitada y febril de estos cien años sus más potentes energías, explica, sin embargo, —ya que no las justifique,— muchas nostalgias dolorosas, muchos descontentos y agravios de la inteligencia, que se traducen, bien por una melancólica y exaltada idealización de lo pasado, bien por una desesperanza cruel del porvenir. Hay, por ello, un fecundísimo, un bienaventurado pensamiento, en el propósito de cierto grupo de pensadores de las últimas generaciones, —entre los cuales sólo quiero citar una vez más la noble figura de Guyau,— que han intentado sellar la reconciliación definitiva de las conquistas del siglo con la renovación de muchas viejas devociones humanas, y que han invertido en esa obra bendita tantos tesoros de amor como de genio.
Con frecuencia habréis oído atribuir a dos causas fundamentales el desborde del espíritu de utilidad que da su nota a la fisonomía moral del siglo presente, con menoscabo de la consideración estética y desinteresada de la vida. Las revelaciones de la ciencia de la naturaleza —que, según intérpretes, ya adversos, ya favorables a ellas, convergen a destruir toda idealidad por su base,— son la una, la universal difusión y el triunfo de las ideas democráticas, la otra. Yo me propongo hablaros exclusivamente de esta última causa; porque confío en que vuestra primera iniciación en las revelaciones de la ciencia ha sido dirigida como para preservaros del peligro de una interpretación vulgar. Sobre la democracia pesa la acusación de guiar a la humanidad, mediocrizándola, a un Sacro Imperio del utilitarismo. La acusación se refleja con vibrante intensidad en las páginas —para mí siempre llenas de un sugestivo encanto— del más amable entre los maestros del espíritu moderno: en las seductoras páginas de Renan, a cuya autoridad ya me habéis oído varias veces referirme y de quien pienso volver a hablaros a menudo. Leed a Renan, aquellos de vosotros que lo ignoréis todavía, y habréis de amarle como yo. Nadie como él me parece, entre los modernos, dueño de ese arte de «enseñar con gracia», que Anatole France considera divino. Nadie ha acertado como él a hermanar, con la ironía, la piedad. Aun en el rigor del análisis, sabe poner la unción del sacerdote. Aun cuando enseña a dudar, su suavidad exquisita tiende una onda balsámica sobre la duda. Sus pensamientos suelen dilatarse, dentro de nuestra alma, con ecos tan inefables y tan vagos, que hacen pensar en una religiosa música de ideas. Por su infinita comprensibilidad ideal, acostumbran las clasificaciones de la crítica personificar en él el alegre escepticismo de los dilettanti que convierten en traje de máscara la capa del filósofo; pero si alguna vez intimáis dentro de su espíritu, veréis que la tolerancia vulgar de los escépticos se distingue de su tolerancia como la hospitalidad galante de un salón, del verdadero sentimiento de la caridad.
Piensa, pues, el maestro, que una alta preocupación por los intereses ideales de la especie es opuesta del todo al espíritu de la democracia. Piensa que la concepción de la vida, en una sociedad donde ese espíritu domine, se ajustará progresivamente a la exclusiva persecución del bienestar material como beneficio propagable al mayor número de personas. Según él, siendo la democracia la entronización de Calibán, Ariel no puede menos que ser el vencido de ese triunfo. Abundan afirmaciones semejantes a éstas de Renan en la palabra de muchos de los más caracterizados representantes que los intereses de la cultura estética y la selección del espíritu tienen en el pensamiento contemporáneo. Así, Bourget se inclina a creer que el triunfo universal de las instituciones democráticas hará perder a la civilización en profundidad lo que la hace ganar en extensión. Ve su forzoso término en el imperio de un individualismo mediocre. «Quien dice democracia —agrega el sagaz autor de André Cornelis— dice desenvolvimiento progresivo de las tendencias individuales y disminución de la cultura». Hay en la cuestión que plantean estos juicios severos, un interés vivísimo, para los que amamos —al mismo tiempo— por convencimiento, la obra de la Revolución, que en nuestra América se enlaza además con las glorias de su Génesis; y por instinto, la posibilidad de una noble y selecta vida espiritual que en ningún caso haya de ver sacrificada su serenidad augusta a los caprichos de la multitud. Para afrontar el problema, es necesario empezar por reconocer que cuando la democracia no enaltece su espíritu por la influencia de una fuerte preocupación ideal que comparta su imperio con la preocupación de los intereses materiales, ella conduce fatalmente a la privanza de la mediocridad, y carece, más que ningún otro régimen, de eficaces barrera con las cuales asegurar dentro de un ambiente adecuado la inviolabilidad de la alta cultura. Abandonada a sí misma, —sin la constante rectificación de una activa autoridad moral que la depure y encauce sus tendencias en el sentido de la dignificación de la vida,— la democracia extinguirá gradualmente toda idea de superioridad que no se traduzca en una mayor y más osada aptitud para las luchas del interés, que son entonces la forma más innoble de las brutalidades de la fuerza. La selección espiritual, el enaltecimiento de la vida por la presencia de estímulos desinteresados, el gusto, el arte, la suavidad de las costumbres, el sentimiento de admiración por todo perseverante propósito ideal y de acatamiento a toda noble supremacía, serán como debilidades indefensas allí donde la igualdad social que ha destruido las jerarquías imperativas e infundadas, no las sustituya con otras, que tengan en la influencia moral su único modo de dominio y su principio en una clasificación racional.
Toda igualdad de condiciones es en el orden de las sociedades, como toda homogeneidad en el de la Naturaleza, un equilibrio inestable. Desde el momento en que haya realizado la democracia su obra de negación con allanamiento de las superioridades injustas, la igualdad conquistada no puede significar para ella sino un punto de partida. Resta la afirmación. Y lo afirmativo de la democracia y su gloria consistirán en suscitar, por eficaces estímulos, en su seno, la revelación y el dominio de las verdaderas superioridades humanas.
Con relación a las condiciones de la vida de América, adquiere esta necesidad de precisar el verdadero concepto de nuestro régimen social, un doble imperio. El presuroso crecimiento de nuestras democracias por la incesante agregación de una enorme multitud cosmopolita; por la afluencia inmigratoria, que se incorpora a un núcleo aún débil para verificar un activo trabajo de asimilación y encauzar el torrente humano con los medios que ofrecen la solidez secular de la estructura social, el orden político seguro y los elementos de una cultura que haya arraigado íntimamente, nos expone en el porvenir a los peligros de la degeneración democrática, que ahoga bajo la fuerza ciega del número toda noción de calidad; que desvanece en la conciencia de las sociedades todo justo sentimiento del orden; y que, librando u ordenación jerárquica a la torpeza del acaso, conduce forzosamente a hacer triunfar las más injustificadas e innobles de las supremacías.
Es indudable que nuestro interés egoísta debería llevarnos, —a falta de virtud,— a ser hospitalarios. Ha tiempo que la suprema necesidad de colmar el vacío moral del desierto, hizo decir a un publicista ilustre que, en América, gobernar es poblar. Pero esa fórmula famosa encierra una verdad contra cuya estrecha interpretación es necesario prevenirse, porque conduciría a atribuir una incondicional eficacia civilizadora al valor cuantitativo de la muchedumbre. Gobernar es poblar, asimilando, en primer término; educando y seleccionando, después. Si la aparición y el florecimiento, en la sociedad, de las más elevadas actividades humanas, de las que determinan la alta cultura, requieren como condición indispensable la existencia de una población cuantiosa y densa, es precisamente porque esa importancia cuantitativa de la población, dando lugar a la más compleja división del trabajo, posibilita la formación de fuertes elementos dirigentes que hagan efectivo el dominio de la calidad sobre el número. La multitud, la masa anónima, no es nada por sí misma. La multitud será un instrumento de barbarie o de civilización, según carezca o no del coeficiente de una alta dirección moral. Hay una verdad profunda en el fondo de la paradoja de Emerson que exige que cada país del globo sea juzgado según la minoría y no según la mayoría de los habitantes. La civilización de un pueblo adquiere su carácter, no de las manifestaciones de su prosperidad o de su grandeza material, sino de las superiores maneras de pensar y de sentir que dentro de ella son posibles; y ya observaba Comte, para mostrar cómo en cuestiones de intelectualidad, de moralidad, de sentimiento, sería insensato pretender que la calidad pueda ser sustituida en ningún caso por el número, que ni de la acumulación de muchos espíritus vulgares se obtendrá jamás el equivalente cerebral de genio, ni de la acumulación de muchas virtudes mediocres, el equivalente de un rasgo de abnegación o de heroísmo. Al instituir nuestra democracia la universalidad y la igualdad de derechos, sancionaría, pues, el predominio innoble del número, si no cuidase de mantener muy en alto la noción de las legitimas superioridades humanas, y de hacer, de la autoridad vinculada al voto popular, no la expresión del sofisma de la igualdad absoluta, sino, según las palabras que recuerdo de un joven publicista francés, «la consagración de la jerarquía, emanando de la libertad».
La oposición entre el régimen de la democracia y la alta vida del espíritu es una realidad fatal cuando aquel régimen significa el desconocimiento de las desigualdades legítimas y la sustitución de la fe en el heroísmo —en el sentido de Carlyle— por una concepción mecánica de gobierno. Todo lo que en la civilización es algo más que un elemento de superioridad material y de prosperidad económica, constituye un relieve que no tarda en ser allanado cuando la autoridad moral pertenece al espíritu de la medianía. En ausencia de la barbarie irruptora que desata sus hordas sobre los faros luminosos de la civilización, con heroica, y a veces generadora grandeza, la alta cultura de las sociedades debe precaverse contra la obra mansa y disolvente de esas otras hordas pacíficas, acaso acicaladas, las hordas inevitables de la vulgaridad, cuyo Atila podría personificarse en Mr. Homais; cuyo heroísmo es la astucia puesta al servicio de una repugnancia instintiva hacia lo grande; cuyo atributo es el rasero nivelador. Siendo la indiferencia inconmovible y la superioridad cuantitativa, las manifestaciones normales de su fuerza no son por eso incapaces de llegar a la ira épica y de ceder a los impulsos de la acometividad. Charles Morice las llama entonces «falanges de Prudhommes feroces que tienen por lema la palabra Mediocridad y marchan animadas por el odio de lo extraordinario».
Encumbrados, esos Prudhommes harán de su voluntad triunfante una partida de caza organizada contra todo lo que manifieste la aptitud y el atrevimiento del vuelo. Su fórmula social será una democracia que conduzca a la consagración del pontífice «Cualquiera», a la coronación del monarca «Uno de tantos». Odiarán en el mérito una rebeldía. En sus dominios toda noble superioridad se hallará en las condiciones de la estatua de mármol colocada a la orilla de un camino fangoso, desde el cual le envía un latigazo de cieno el carro que pasa. Ellos llamarán al dogmatismo del sentido vulgar, sabiduría; gravedad a la mezquina aridez de corazón; criterio sano, a la adaptación perfecta a lo mediocre; y despreocupación viril, al mal gusto. Su concepción de la justicia lo llevaría a sustituir, en la historia, la inmortalidad del grande hombre, bien con la identidad de todos en el olvido común, bien con la memoria igualitaria de Mitrídates, de quien se cuenta que conservaba en el recuerdo los nombres de todos sus soldados. Su manera de republicanismo se satisfaría dando autoridad decisiva al procedimiento probatorio de Fox, que acostumbraba experimentar sus proyectos en el criterio del diputado que le parecía más perfecta personificación del country-gentleman, por la limitación de sus facultades y la rudeza de sus gustos. Con ellos se estará en las fronteras de la zoocracia de que habló una vez Baudelaire. La Titania de Shakespeare, poniendo un beso en la cabeza asinina, podría ser el emblema de la Libertad que otorga su amor a los mediocres. ¡Jamás, por medio de una conquista más fecunda, podrá llegarse a un resultado más fatal!
Embriagad al repetidor de las irreverencias de la medianía, que veis pasar por vuestro lado: tentadle a hacer de héroe; convertid su apacibilidad burocrática en vocación de redentor, y tendréis entonces la hostilidad rencorosa e implacable contra todo lo hermoso, contra todo lo digno, contra todo lo delicado, del espíritu humano, que repugna, todavía más que el bárbaro derramamiento de la sangre, en la tiranía jacobina; que, ante su tribunal, convierte en culpas la sabiduría de Lavoisier, el genio de Chenier, la dignidad de Malesherbes; que, entre los gritos habituales en la Convención, hace oír las palabras: ¡Desconfiad de ese hombre, que ha hecho un libro!; y que refiriendo el ideal de la sencillez democrática al primitivo estado de naturaleza de Rousseau, podría elegir el símbolo de la discordia que establece entre la democracia y la cultura, en la viñeta con que aquel sofista genial hizo acompañar la primera edición de su famosa diatriba contra las artes y las ciencias en nombre de la moralidad de las costumbres: ¡un sátiro imprudente que pretendiendo abrazar, ávido de luz, la antorcha que lleva en su mano Prometeo, oye al titán-filántropo que su fuego es mortal a quien lo toca!
La ferocidad igualitaria no ha manifestado sus violencias en el desenvolvimiento democrático de nuestro siglo, ni se ha opuesto en formas brutales a la serenidad y la independencia de la cultura intelectual. Pero, a la manera de una bestia feroz en cuya posteridad domesticada hubiérase cambiado la acometividad en mansedumbre artera e innoble, el igualitarismo, en la forma mansa de la tendencia a lo utilitario y lo vulgar, puede ser un objeto real de acusación contra la democracia del siglo XIX. No se ha detenido ante ella ningún espíritu delicado y sagaz a quien no hayan hecho pensar angustiosamente algunos de sus resultados, en el aspecto social y en el político. Expulsando con indignada energía, del espíritu humano, aquella falsa concepción de la igualdad que sugirió los delirios de la Revolución, el alto pensamiento contemporáneo ha mantenido, al mismo tiempo, sobre la realidad y sobre la teoría de la democracia, una inspección severa, que os permite a vosotros, los que colaboraréis en la obra del futuro, fijar vuestro punto de partida, no ciertamente para destruir, sino para educar, el espíritu del régimen que encontráis en pie.
Desde que nuestro siglo asumió personalidad e independencia en la evolución de las ideas, mientras el idealismo alemán rectificaba la utopía igualitaria de la filosofía del siglo XVIII y sublimaba, si bien con viciosa tendencia cesarista, el papel reservado en la historia a la superioridad individual, el positivismo de Comte, desconociendo a la igualdad democrática otro carácter que el de «un disolvente transitorio de las desigualdades antiguas» y negando con igual convicción la eficacia definitiva de la soberanía popular, buscaba en los principios de las clasificaciones naturales el fundamento de la clasificación social que habría de sustituir a las jerarquías recientemente destruidas. La crítica de la realidad democrática toma formas severas en la generación de Taine y de Renan. Sabéis que a este delicado y bondadoso ateniense sólo complacía la igualdad de aquel régimen social siendo, como en Atenas, «una igualdad de semidioses». En cuanto a Taine, es quien ha escrito los Orígenes de la Francia contemporánea; y si, por una parte, su concepción de la sociedad como un organismo, le conduce lógicamente a rechazar toda idea de uniformidad que se oponga al principio de las dependencias y las subordinaciones orgánicas, por otra parte su finísimo instinto de selección intelectual le lleva a abominar de la invasión de las cumbres por la multitud. La gran voz de Carlyle había predicado ya contra toda niveladora irreverencia, la veneración del heroísmo, entendiendo por tal el culto de cualquier noble superioridad. Emerson refleja esa voz en el seno de la más positivista de las democracias. La ciencia nueva habla de selección como de una necesidad de todo progreso. Dentro del arte, que es donde el sentido de lo selecto tiene su más natural adaptación, vibran con honda resonancia las notas que acusan el sentimiento, que podríamos llamar de extrañeza, del espíritu, en medio de las modernas condiciones de la vida. Para escucharlas, no es necesario aproximarse al parnasianismo de estirpe delicada y enferma, a quien un aristocrático desdén de lo presente llevó a la reclusión en lo pasado. Entre las inspiraciones constantes de Flaubert — de quien se acostumbra a derivar directamente la más democratizada de las escuelas literarias, ninguna más intensa que el odio de la mediocridad envalentonada por la nivelación y de la tiranía irresponsable del número. Dentro de esa contemporánea literatura del norte, en la cual la preocupación por las altas cuestiones sociales es tan viva, surge a menudo la expresión de la misma idea, del mismo sentimiento; Ibsen desarrolla la altiva arenga de su Stockmann alrededor de la afirmación de que «las mayorías compactas son el enemigo más peligroso de la libertad y la verdad»; y el formidable Nietzsche opone al ideal de una humanidad mediatizada la apoteosis de las almas que se yerguen sobre el nivel de la humanidad como una viva marea. El anhelo vivísimo por una rectificación del espíritu social que asegure a la vida de la heroicidad y el pensamiento un ambiente más puro de dignidad y de justicia, vibra hoy por todas partes, y se diría que constituye uno de los fundamentales acordes que este ocaso de siglo propone para las armonías que ha de componer el siglo venidero.
Y sin embargo, el espíritu de la democracia es, esencialmente, para nuestra civilización un principio de vida contra el cual sería inútil rebelarse. Los descontentos sugeridos por las imperfecciones de su forma histórica actual, han llevado a menudo a la injusticia con lo que aquel régimen tiene de definitivo y de fecundo. Así, el aristocratismo sabio de Renan formulaba la más explícita condenación del principio fundamental de la democracia: la igualdad de derechos; cree a este principio irremisiblemente divorciado de todo posible dominio de la superioridad intelectual; y llega hasta señalar en él, con una enérgica imagen, «las antípodas de las vías de Dios, puesto que Dios no ha querido que todos viviesen en el mismo grado la vida del espíritu». Estas paradojas injustas del maestro, complementadas por su famoso ideal de una oligarquía omnipotente de hombres sabios, son comparables a la reproducción exagerada y deformada, en el sueño, de un pensamiento ideal y fecundo que nos ha preocupado en la vigilia. Desconocer la obra de la democracia, en lo esencial, porque aún no terminada, no ha llegado a conciliar definitivamente su empresa de igualdad con una fuerte garantía social de selección, equivale a desconocer la obra, paralela y concorde, de la ciencia, porque interpretada con el criterio estrecho de una escuela, ha podido dañar alguna vez al espíritu de religiosidad o al espíritu de poesía. La democracia y la ciencia son, en efecto, los dos insustituibles soportes sobre los que nuestra civilización descansa; o, expresándolo con una frase de Bourget, las dos «obreras» de nuestros de nuestros destinos futuros. «En ellas somos, vivimos, nos movemos». Siendo, pues, insensato pensar, como Renan, en obtener una consagración más positiva de todas las superioridades morales, la realidad de una razonada jerarquía, el dominio eficiente de las altas dotes de la inteligencia y de la voluntad, por la destrucción de la igualdad democrática, sólo cabe pensar en la educación de la democracia y su reforma. Cabe pensar en que progresivamente se encarnen, en los sentimientos del pueblo y sus costumbres, la idea de las subordinaciones necesarias, la noción de las superioridades verdaderas, el culto consciente y espontáneo de todo lo que multiplica a los ojos de la razón, la cifra del valor humano.
La educación popular adquiere, considerada en relación a tal obra, como siempre que se la mira con el pensamiento del porvenir, un interés supremo. Es en la escuela, por cuyas manos procuramos que pase la dura arcilla de las muchedumbres, donde está la primera y más generosa manifestación de la equidad social, que consagra para todos la accesibilidad del saber y de los medios más eficaces de superioridad. Ella debe complementar tan noble cometido, haciendo objetos de una educación preferente y cuidadosa el sentido del orden, la idea y la voluntad de la justicia, el sentimiento de las legítimas autoridades morales.
Ninguna distinción más fácil de confundirse y anularse en el espíritu del pueblo que la que enseña que la igualdad democrática puede significar una igual posibilidad, pero nunca una igual realidad, de influencia y de prestigio, entre los miembros de una sociedad organizada. En todos ellos hay un derecho idéntico para aspirar a las superioridades morales que deben dar razón y fundamento a las superioridades efectivas; pero sólo a los que han alcanzado realmente la posesión de las primeras, debe ser concedido el premio de las últimas. El verdadero, el digno concepto de la igualdad reposa sobre el pensamiento de que todos los seres racionales están dotados por naturaleza de facultades capaces de un desenvolvimiento noble. El deber del Estado consiste en colocar a todos los miembros de la sociedad en indistintas condiciones de tender a su perfeccionamiento. El deber del Estado consiste en predisponer los medios propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades humanas, dondequiera que existan. De tal manera, más allá de esta igualdad inicial, toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las misteriosas elecciones de la Naturaleza o del esfuerzo meritorio de la voluntad. Cuando se la concibe de este modo, la igualdad democrática, lejos de oponerse a la selección de las costumbres y de las ideas, es el más eficaz instrumento de selección espiritual, es el ambiente providencial de la cultura. La favorecerá todo lo que favorezca al predominio de la energía inteligente. No en distinto sentido pudo afirmar Tocqueville que la poesía, la elocuencia, las gracias del espíritu, los fulgores de la imaginación, la profundidad del pensamiento, «todos esos dones del alma, repartidos por el cielo al acaso», fueron colaboradores en la obra de la democracia, y la sirvieron, aun cuando se encontraron de parte de sus adversarios, porque convergieron todos a poner de relieve la natural, la no heredada grandeza de que nuestro espíritu es capaz. La emulación, que es el más poderoso estímulo de cuantos pueden sobreexcitar, lo mismo la vivacidad del pensamiento que la de las demás actividades humanas, necesita, a la vez, de la igualdad en el punto de partida, para producirse, y de la desigualdad que aventajará a los más aptos y mejores, como objeto final. Sólo un régimen democrático puede conciliar en su seno esas dos condiciones de la emulación, cuando no degenera en nivelador igualitarismo y se limita a considerar como un hermoso ideal de perfectibilidad una futura equivalencia de los hombres por su ascensión al mismo grado de cultura.
Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescriptible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores, asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados. Ella consagra, como las aristocracias, la distinción de calidad; pero la resuelve a favor de las calidades realmente superiores, —las de la virtud, el carácter, el espíritu,— y sin pretender inmovilizarlas en clases constituidas aparte de las otras, que mantengan a su favor el privilegio execrable de la casta, renueva sin cesar su aristocracia dirigente en las fuentes vivas del pueblo y la hace aceptar por la justicia y el amor. Reconociendo, de tal manera, en la selección y la predominancia de los mejor dotados una necesidad de todo progreso, excluye de esa ley universal de la vida, al sancionarla en el orden de la sociedad, el efecto de humillación y de dolor que es, en las concurrencias de la naturaleza y en las de las otras organizaciones sociales, el duro lote del vencido. «La gran ley de la selección natural», ha dicho luminosamente Fouillée, «continuará realizándose en el seno de las sociedades humanas, sólo que ella se realizará de más en más por vía de libertad». El carácter odioso de las aristocracias tradicionales se originaba de que ellas eran injustas, por su fundamento, y opresoras, por cuanto su autoridad era una imposición. Hoy sabemos que no existe otro límite legítimo para la igualdad humana que el que consiste en el dominio de la inteligencia y la virtud, consentido por la libertad de todos. Pero sabemos también que es necesario que este límite exista en realidad. Por otra parte, nuestra concepción cristiana de la vida nos enseña que las superioridades morales, que son un motivo de derechos, son principalmente un motivo de deberes, y que todo espíritu superior se debe a los demás en igual proporción que los excede en capacidad de realizar el bien. El anti-igualitarismo de Nietzsche, —que tan profundo surco señala en la que podríamos llamar nuestra moderna literatura de ideas,— ha llevado a su poderosa reivindicación de los derechos que él considera implícitos en las superioridades humanas, un abominable, un reaccionario espíritu; puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre a quien endiosa, un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles; legitima en los privilegios de la voluntad y de la fuerza el ministerio del verdugo; y con lógica resolución llega, en último término, a afirmar que «la sociedad no existe para sí sino para sus elegidos». No es, ciertamente, esta concepción monstruosa la que puede oponerse, como lábaro, al falso igualitarismo que aspira a la nivelación de todos por la común vulgaridad. ¡Por fortuna, mientras exista en el mundo la posibilidad de disponer dos trozos de madera en forma de cruz, —es decir: siempre,— la humanidad seguirá creyendo que es el amor el fundamento de todo orden estable y que la superioridad jerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar!
Fuente de inagotables aspiraciones morales, la ciencia nueva nos sugiere, al esclarecer las leyes de la vida, cómo el principio democrático puede conciliarse, en la organización de las colectividades humanas, con una aristarquia de la moralidad y la cultura. Por otra parte, — como lo ha hecho notar, una vez más, en un simpático libro, Henri Bérenger, — las afirmaciones de la ciencia contribuyen a sancionar y fortalecer en la sociedad el espíritu de la democracia, revelando cuánto es el valor natural del esfuerzo colectivo; cuál la grandeza de la obra de los pequeños; cuán inmensa la parte de acción reservada al colaborador anónimo y oscuro en cualquiera manifestación del desenvolvimiento universal. Realza, no menos que la revelación cristiana, la dignidad de los humildes, esta nueva revelación, que atribuye, en la naturaleza, a la obra de los infinitamente pequeños, a la labor del nummulite y el briozoo en el fondo oscuro del abismo, la construcción de los cimientos geológicos; que hace surgir de la vibración de la célula informe y primitiva, todo el impulso ascendente de las formas orgánicas; que manifiesta el poderoso papel que en nuestra vida psíquica es necesario atribuir a los fenómenos más inaparentes y más vagos, aun a las fugaces percepciones de que no tenemos conciencia; y que, llegando a la sociología y a la historia, restituye al heroísmo, a menudo abnegado, de las muchedumbres, la parte que le negaba el silencio en la gloria del héroe individual, y hace patente la lenta acumulación de las investigaciones que, al través de los siglos, en la sombra, en el taller o el laboratorio de obreros olvidados, preparan los hallazgos del genio.
Pero a la vez que manifiesta así la inmortal eficacia del esfuerzo colectivo, y dignifica la participación de los colaboradores ignorados en la obra universal, la ciencia muestra cómo en la inmensa sociedad de las cosas y los seres, es una necesaria condición de todo progreso el orden jerárquico; son un principio de la vida las relaciones de dependencia y de subordinación entre los componentes individuales de aquella sociedad y entre los elementos de la organización del individuo; y es, por último, una necesidad inherente a la ley universal de imitación, si se la relaciona con el perfeccionamiento de las sociedades humanas, la presencia, en ellas, de modelos vivos e influentes que las realcen por la progresiva generalización de su superioridad.
Para mostrar ahora cómo ambas enseñanzas universales de la ciencia pueden traducirse en hechos, conciliándose, en la organización y en el espíritu de la sociedad, basta insistir en la concepción de una democracia noble, justa; de una democracia dirigida por la noción y el sentimiento de las verdaderas superioridades humanas; de una democracia en la cual la supremacía de la inteligencia y la virtud, —únicos límites para la equivalencia meritoria de los hombres,— reciba su autoridad y su prestigio de la libertad y descienda sobre las multitudes en la efusión bienhechora del amor.
Al mismo tiempo que conciliará aquellos dos grandes resultados de la observación del orden natural, se realizará, dentro de una sociedad semejante —según la observa, en el mismo libro de que os hablaba, Bérenger,— la armonía de los dos impulsos históricos que han comunicado a nuestra civilización sus caracteres esenciales, los principios reguladores de su vida. Del espíritu del cristianismo nace, efectivamente, el sentimiento de igualdad, viciado por cierto ascético menosprecio de la selección espiritual y la cultura. De la herencia de las civilizaciones clásicas, nacen el sentido del orden, de la jerarquía y el respeto religioso del genio, viciados por cierto aristocrático desdén de los humildes y los débiles. El porvenir sintetizará ambas sugestiones del pasado, en una fórmula inmortal. La democracia, entonces, habrá triunfado definitivamente. ¡Y ella, que, cuando amenaza con lo innoble del rasero nivelador, justifica las protestas airadas y las amargas melancolías de los que creyeron sacrificados por su triunfo toda distinción intelectual todo ensueño de arte, toda delicadeza de la vida, tendrá, aun más que las viejas aristocracias, inviolables seguros para el cultivo de las flores del alma que se marchitan y perecen en el ambiente de la vulgaridad y entre las impiedades del tumulto!


Capítulo V IN: Ariel de José Enrique Rodó

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